Para empezar, vamos a definir qué entendemos por burbuja económica. Concretamente, una burbuja se da cuando el precio de un activo sube muy rápidamente, muy por encima de su valor real, para después hundirse. Tenemos que tener presente que valor y precio no son lo mismo. Como define el inversor Warren Buffet, “precio es lo que pagas mientras que valor es lo que recibes”.
En nuestra memoria tenemos presentes acontecimientos cercanos como la burbuja de las puntocom o tecnológicas (que estalló en marzo de 2000) y, más recientemente, la burbuja del ladrillo. Podríamos preguntarnos si las burbujas son un fenómeno que ha empezado a finales del siglo XX y principios del actual. La respuesta es negativa y vamos a ver como la historia se viene repitiendo desde hace tiempo. Es más, mostraremos como existen rasgos comunes en el comportamiento y toma de decisiones por la sociedad.
En 1841, el periodista escocés Charles Mackay publicó su trabajo “Delirios Populares Extraordinarios y la Locura de Masas”. En el mismo comentaba que en 1720 los ingleses ya usaban el término burbuja para referirse a un numeroso grupo de compañías por acciones que surgieron en aquel momento con unas características concretas: encandilaban a la gente con proyectos que ofrecerían suculentos beneficios potenciales, crecían como la espuma y luego desaparecían.
Pero éste no es el primer caso de burbuja económica del que haya registros. En el siglo anterior, en la década de 1630, en Holanda se produjo un fenómeno de masas conocido como la tulipomanía y que Mackay también describe en su estudio.
La planta del tulipán entró en Europa, procedente de Oriente. Se cuenta que, a mediados del s. XVI, el emperador Maximiliano II -Archiduque de Austria- decoraba los jardines de su palacio con tulipanes.
A principios del s. XVII Holanda tenía una economía en auge, por el comercio internacional. Los tulipanes eran muy apreciados por las personas de buena posición. Eran símbolo de prestigio. Su gran variedad de colores provocó el deseo de verlos decorando los jardines, aumentando la demanda de la planta.
El secreto del tulipán está en su bulbo, que se obtiene tras marchitarse la flor. Cuando llega el otoño se planta para que, tras el invierno, florezca en primavera. Hoy sabemos que el color de la planta se produce por el ataque de un virus que es propagado por los pulgones. En aquel entonces, esto se desconocía.
Un bulbo infectado era el más codiciado, el problema radicaba en que no podía distinguirse de uno sano y era en primavera, con la floración, cuando se despejaba la incertidumbre. Algunos cultivadores se esmeraron en clasificar los bulbos en el momento de la recogida. Aun así, el riesgo no terminaba de desaparecer.
En la década de 1630 aumentó considerablemente la demanda de tulipanes. Cuanto más vivo o extraño fuera su color, mayor el interés por el mismo. En consecuencia, el precio de la planta subía también. Las expectativas de que el valor de la planta aumentase un 100% o incluso 200%, atrajo a numerosos inversores de toda clase social, desde nobles hasta criados. Se centraban más en especular con los tulipanes que en sus quehaceres. En palabras de Mackay “Todos pensaban que la pasión por los tulipanes duraría siempre, que la riqueza fluiría a Holanda y se pagaría por ellos cualquier precio”.
Las transacciones, que se llevaban a cabo en los mercados, empezaron a hacerse en las tabernas. Se usaba el sistema de subasta. Cuanta más gente participaba, más rápido subían los precios. El analista Peter Garber describe en el trabajo de Klaus T. Steindl, “The Tulip Bubble”, que “normalmente había un líder que invertía en un proyecto y todos los demás -del rebaño- le seguían sin entender lo que estaba pasando”. Tan sólo eran conscientes de que compraban a un precio y, por la alta demanda que había, poco tiempo después revendían a un precio superior.
Como hemos comentado, el bulbo había que plantarlo en otoño (de lo contrario moría). Por tanto, hasta primavera no volvería a haber bulbos físicamente encima de los mostradores. ¿Qué sucedió entonces? Se empezaron a cerrar acuerdos en papel sobre la futura planta cuando ésta floreciera en primavera. Así, el comprador pagaba el 10% como anticipo del precio acordado y se llevaba un documento por el que le correspondería el fruto obtenido cuando llegara la primavera, obligándose a pagar -en ese momento- el importe restante.
Como el comprador tenía su acuerdo en papel y el precio de los bulbos “futuros” seguía subiendo, el comprador revendía su acuerdo a un precio superior. Estaba funcionando un mercado de futuros. Cuando llegara el momento de la floración, habría que disponer de una mayor cantidad de dinero para terminar de pagar la planta (el 90% restante) según el contrato suscrito en la subasta. El riesgo estaba en no tenerlo. Como dice el historiador Mike Dash en el mismo trabajo de Steindl, la clave era obtener un beneficio y traspasar la responsabilidad de pago a otra persona antes de que el bulbo se desenterrase. Por ello, los tratos se hacían rápidamente y el comercio se volvió más acelerado y frenético.
El hecho de que sólo fuera necesario abonar el 10% del contrato para obtener enormes beneficios hizo que más gente quisiera entrar en este juego. Así, se dispararon más aún los precios. Hubo personas que hipotecaron sus propiedades para invertir la totalidad del importe obtenido en pagar ese 10%, quedándose sin recursos para el caso de tener que hacer frente a la totalidad del pago comprometido, cuando llegase la primavera. Confiaban en cerrar una reventa antes de dicha estación. Realizar estas operaciones a crédito es lo que llamamos efecto apalancamiento: si la operación sale bien los beneficios pueden ser muy elevados, pero si falla como consecuencia de un hundimiento del mercado, las pérdidas también. Este fenómeno, en el ámbito de las acciones, se explica en la Guía Financiera de Edufinet (¿Es posible vender y comprar acciones cotizadas a crédito? (edufinet.com))
Lo que estaba ocurriendo cautivó el interés de ciudadanos de otros países que se sumaron al movimiento especulativo. Se generó inflación, subiendo el precio de los bienes en general, y el de los tulipanes se desorbitó. Por una raíz, se llegó a pagar un precio equivalente al de un edificio en Ámsterdam.
La situación llegó a ser de tal que las personas acaudaladas perdieron el interés por plantarlos en sus jardines, tan sólo les interesaba especular con la planta. Así, en febrero de 1637, una subasta se quedó sin postores. No había sucedido antes. La noticia corrió por todo el país. Cundió el pánico y todo el mundo se puso a vender.
Muchos, tras vender, volvieron a comprar más barato porque tenían la esperanza de que su valor volvería a subir y recuperarían su inversión. Se habían endeudado y estaban dentro de un círculo vicioso del que no podían salir. El precio de la flor se hundió, al igual que la economía holandesa, llevando a muchas familias a la ruina.
Las autoridades decretaron la suspensión de todos los contratos vigentes. Otorgaron al vendedor de los bulbos el derecho a venderlos al precio de mercado. El comprador que figuraba en el contrato original sería responsable de la diferencia entre el precio de mercado y el que figuraba en el contrato. No obstante, los tribunales rechazaron intervenir pues consideraban que eran deudas procedentes de un juego de apuestas.
No resulta complicado aplicar todos estos razonamientos a otras burbujas mucho más cercanas en el tiempo, y a las que, casi con toda probabilidad, se seguirán formando en el futuro.
Fuentes:
“Delirios Populares Extraordinarios y la Locura de Masas” de Charles Mackay.
“The Tulip Bubble” de Klaus T. Steindl.
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