Artículo publicado en el Diario Sur con fecha 12/04/2021.
Perfilado el objeto social, una de las primeras y más importantes decisiones que ha de tomar el empresario, es definir el marco jurídico de la empresa, el encaje legal que va a darle a la misma.
El ordenamiento jurídico español establece el marco legal que permitirá al empresario desarrollar la actividad mercantil elegida, con los derechos y obligaciones que correspondan a cada una de las formas legales que puede adoptar.
Habrá de evaluarse de forma concienzuda la forma jurídica a elegir, pues jugará un papel decisivo en los costes de gestión administrativa y contable, en el planteamiento de operaciones de crédito a las entidades financieras, en el grado de presión fiscal directa e indirecta, en la clase y cuantía, en su caso, de los incentivos fiscales, en las restricciones a la distribución de beneficios, al alcance de la responsabilidad patrimonial frente a terceros, o en la composición del organigrama directivo, entre otras cuestiones.
Todas estas implicaciones deberán ser estudiadas por el empresario en la puesta en marcha de la creación de la empresa.
El abanico de opciones que la legislación ofrece es amplio; algunas alternativas están fuertemente consolidadas, otras son de más reciente creación, pero todas se hallan en constante proceso de revisión y actualización por los cambios económicos y legales que se producen en la sociedad.
Evaluado el alcance de todas estas consideraciones, el emprendedor tendrá que decidir si acomete la creación de la empresa de forma individual, o lo hace de manera asociativa.
El empresario individual, también conocido como autónomo, se define como “la persona física que ejercita en nombre propio, por sí o por medio de representante, una actividad constitutiva de empresa”.
Dos son las principales características del empresario individual o autónomo: por un lado, debe ser mayor de edad no incapacitado, aunque con alguna excepción, como puede ser la del negocio heredado de un progenitor por un menor, y, por otro, la dedicación o habitualidad con la que se realizan actos de negocio, pues debe haber cierta repetición continuada de las transacciones comerciales.
El empresario autónomo debe disponer de una mínima cantidad de dinero para la puesta en marcha de su negocio, aunque no tendrá que aportarlo, como ocurre con las sociedades civiles o mercantiles, bajo la forma de capital social.
Sin embargo, aunque en sus orígenes la actividad mercantil era desarrollada por empresarios individuales, la propia evolución social, con sus complejidades, riesgos y movimientos de capitales, nos ha llevado a la aparición del empresario social, ocupando su espacio las formas mercantiles capitalistas (sociedades anónimas y de responsabilidad limitada), debido, fundamentalmente, a que permiten limitar el riesgo que se asume con la actividad empresarial. Si se agregan a las anteriores las sociedades cooperativas y las sociedades laborales (anónimas o de responsabilidad limitada) y, en un plano menos menos operativo quizás, las comunidades de bienes y las sociedades civiles, queda completo el cuadro de las formas jurídicas asociativas en uso en la realidad socioeconómica actual.
No obstante, el empresario individual o que haya puesto en marcha una sociedad podrá alterar, una vez iniciada su actividad, la forma jurídica adoptada, de modo que el negocio pueda ser más eficiente, la gestión más flexible y efectiva, etcétera.
Es decir, siempre habrá un momento para perfilar las decisiones adoptadas con anterioridad, pero tomar una decisión meditada y sobre todo informada, evitará muchos problemas de tiempo, de trámite y financieros, cuestión nada desdeñable en esta fase inicial de la empresa.
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