Después de un largo y tortuoso proceso, que comenzó con un referéndum en el que, inexplicablemente (¿fue torpeza o intencionado?), no se exigió mayoría cualificada y que se resolvió con un ajustado margen, finalmente la decisión de salida del Reino Unido de la Unión Europea ha sido acordada por las dos partes y ha tenido efecto el 1 de febrero de 2020.
Por supuesto que esto no es el final del proceso, ya que, por muy tortuoso que haya sido el camino hasta aquí, lo más difícil viene ahora. Comienza un periodo transitorio, para el que se cuenta en principio con sólo un año, para negociar el estatus de las relaciones futuras entre el bloque y el país saliente (si bien el Reino Unido podría solicitar la ampliación del periodo transitorio, Boris Johnson ha asegurado categóricamente que no lo hará).
Escuchando las declaraciones de Johnson por un lado y de Michel Barnier, negociador por la Unión Europea del otro, se evidencia un auténtico abismo entre las aspiraciones y objetivos de los negociadores.
Johnson ha afirmado enfáticamente que, una vez que han recuperado el control de su soberanía, no piensan perderlo, y aspira a negociar un acuerdo que permita la libre circulación de bienes y servicios, pero sin someterse a las regulaciones impuestas por la Unión Europea. El premier británico ha mencionado como ejemplos en particular los acuerdos firmados por la Unión Europea con Canadá y Australia.
Barnier, el correoso negociador de la Comisión, ha dejado claro que la Unión Europea no admitirá al otro lado del canal a una economía que, mediante regulaciones más ligeras en derechos laborales, aceptación de la manipulación genética, vehículos financieros menos regulados, fiscalidad, etc., se permita competir en condiciones más ventajosas contra el bloque europeo. Por otra parte, la Unión Europea no puede tratar mejor al Reino Unido que a Noruega o Islandia, países que tienen acceso libre al mercado europeo, pero que respetan la legislación y regulación europea.
Posiciones tan antagónicas y tan fervientemente expresadas, al menos por parte británica, hacen pensar en esos animales de extraordinaria cornamenta, enfrentados y a punto de chocar con toda su fuerza. Es cierto que en este caso uno de ellos es claramente más potente y voluminoso: la Unión Europea absorbe el 45% de las exportaciones británicas mientras que el mercado británico sólo representa el 6% de la exportación europea. Para nuestro país, el Banco de España estimaba en noviembre de 2019 que el impacto sobre el crecimiento económico se movería entre un -0,02% y un -0,7%.
Pero eso no significa que el impacto para sectores y grupos concretos no vaya a ser significativo: en el caso de España, el Reino Unido es el cuarto cliente de nuestra exportación, con 18.000 millones de euros (llegaron a ser 20.000 millones, pero la incertidumbre de los tres años transcurridos tras el referéndum hizo declinar el intercambio bilateral), son más de 370.000 los ciudadanos británicos que residen en España y unos 180.000 los españoles que trabajan en el Reino Unido, y se acercan a 18 millones los turistas que recibimos de las islas británicas. Por otra parte, las aguas británicas albergan caladeros que son vitales para la flota pesquera española.
Por el lado británico, es difícil evaluar el coste social (y económico) que va a tener la ruptura en dos de la sociedad, entre los jóvenes en edad de trabajar y los jubilados, entre el mundo rural o postindustrial y el mundo urbano, en particular la City.
Sin embargo, terminemos esta reflexión con un comentario optimista: tal vez el Brexit es el revulsivo que precisaba la Unión Europea para convertirse en el motor de cambio de la sociedad y del tejido económico europeos, para enfrentarse como grupo sólido al desafío que supone la revolución tecnológica en que vivimos y a la presión de las grandes potencias, con el problema añadido del abandono del multilateralismo y de la globalización.
El nuevo marco en el que nos estamos moviendo exige flexibilidad, capacidad de adaptación, sentido práctico. Los británicos, en su recuperada soberanía, van a tener la oportunidad de enseñarnos cómo aprovechan esas virtudes de las que ellos siempre han hecho gala. Cuando nosotros, desde el otro lado del Canal, veamos tan cerca el resultado, encontraremos un incentivo para cambiar lo que no funciona de nuestro sistema.
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