Tanto las recomendaciones de la OCDE sobre educación financiera de 2005 como las de 2020 atienden como principio teleológico al bienestar financiero de los individuos y, por extensión, de toda la comunidad.
Este bienestar financiero individual se alcanza, según la OCDE, cuando se toman decisiones razonadas, fundadas en la disposición previa de información suficiente y de calidad, ofrecida, no exclusivamente, por las entidades financieras con las que el usuario de servicios financieros pretende contratar.
Sin embargo, cabría añadir algunas consideraciones al planteamiento anterior. La primera, que esta toma de decisiones se puede vincular con la contratación de servicios no rigurosamente financieros pero que guardan relación con aquellos (por ejemplo, la compraventa civil de una vivienda, o de un vehículo, se ha de entender por el adquirente como un paso previo a la petición de financiación, incluso a la constitución de una hipoteca, en el primer supuesto).
Es más, esta decisión económica puede venir incluso desvinculada por completo de una transacción financiera: pensemos en el gasto relacionado con el consumo de energía, que guardaría relación, más bien, con el presupuesto familiar o empresarial.
En todos los casos anteriores apreciamos que el individuo siempre interviene activamente en el proceso decisional. Sin embargo, consideramos que la educación financiera también puede y debe ser útil en otros supuestos, no tanto para que el particular decida rectamente en su mejor interés, sino para que, sobre todo, cuando forme parte de un colectivo especialmente vulnerable, no pase determinadas líneas rojas, que, de ser traspasadas, podrían acarrear, como veremos, consecuencias perniciosas, y no solo en el ámbito patrimonial.
Nos referimos, por ejemplo, a la prevención de la adicción al juego entre los más jóvenes, o, también, respecto de este y otros colectivos en situación de desventaja, a las sospechas que deben suscitar, en un entorno “on line”, las ofertas para allegar fondos de forma “sencilla y rápida”, gracias a rentabilidades de inversión exorbitantes o algunas “oportunidades de negocio”.
En este post prestaremos atención a estos dos últimos casos, aunque, por la creciente extensión de las apuestas “on line” y la involucración de los más jóvenes, trataremos esta temática específicamente en un artículo posterior.
La tentación puede surgir, como hemos anticipado, cuando se ofrecen altas rentabilidades relacionadas con determinados tipos de inversión (en criptomonedas, por ejemplo), o contraprestaciones económicas significativas por la realización de conductas aparentemente “sencillas y normales” (recibir una suma en una cuenta bancaria propia para transferirla, en su totalidad o en parte, a otra, a nombre de un tercero, abierta en el extranjero, por lo general).
En cuanto a lo primero, el Observatorio de la Digitalización Financiera de Funcas ha publicado la nota “Criptoactivos, fraude y educación financiera en España” (61/2021, 1 de septiembre de 2021).
Según detalla Funcas, los jóvenes, incluidos los menores de edad, se convierten en víctimas de verdaderas estafas piramidales, en una materia atractiva (las monedas virtuales) que creen dominar: “Los jóvenes, que en España cuentan con especiales dificultades para acceder al mercado de trabajo, se ven atraídos por las aparentes elevadas rentabilidades de estas inversiones y por su creencia de que conocen este tipo de tecnologías de forma más exhaustiva que sus mayores”.
Funcas concluye que, según los principales organismos supervisores, “las estafas encuentran una vía para su penetración porque, entre otras cuestiones, existen deficiencias en educación financiera entre los más jóvenes”.
Lo anterior suscita algunas reflexiones. Cuanto peor sea la situación laboral o las expectativas económicas del colectivo de los más jóvenes, más fácil será que estos puedan convertirse en víctimas de estas estafas. Para un país como España, con una de las mayores tasas de desempleo juvenil de la Unión Europea, la vulnerabilidad de los jóvenes, sobre todo si no cuentan con las competencias financieras básicas, es elevada. Asimismo, es llamativo que los menores de edad participen en este tipo de tramas ilícitas, lo que también incita a la consideración de la posible responsabilidad de los progenitores, como representantes legales que son de los descendientes sujetos a su patria potestad.
Si el sentir mayoritario, prácticamente unánime, ya era el de que la falta de competencias financieras y tecnológicas básicas origina un evidente riesgo de exclusión financiera y digital (véase, al respecto, la posición de Edufinet en el documento “Transformación digital y educación financiera: cuestiones básicas”, EdufiAcademics, Working Paper, núm. 1/2019), la atención al elemento vinculado con los fraudes también comienza a calar.
Por ejemplo, el Gobernador del Banco de España (“Gobernanza y conducta de las entidades. Claves para la reputación y la sostenibilidad de los modos de negocio bancarios en España”, Punto de encuentro financiero Finanza, 16 de septiembre de 2021), ha destacado que, en el acceso a servicios financieros en el entorno digital, se pueden “plantear también dificultades en el acceso a los servicios bancarios para determinados colectivos y la necesidad de contar con competencias nuevas, además de las financieras, como son las digitales. Como resultado, podrían generarse riesgos de exclusión financiera, así como de fraude. En este contexto, debemos prestar especial atención a los colectivos vulnerables y a las personas mayores” (el subrayado es nuestro).
En la “Memoria de Reclamaciones” del Banco de España correspondiente a 2020, publicada en julio de 2021, se advierte de la creciente incidencia en sede de reclamaciones de los “fraudes virtuales” y con tarjetas, “muy ligados al mayor uso de medios de pago digitales que parece haber propiciado la pandemia”. Las operaciones fraudulentas con tarjeta en 2020 ascendieron a 1.942 (814 en 2019), lo que supone un aumento interanual del 138,6 %. También se pone de relieve que “los usuarios han trasladado al Banco de España presuntos fraudes sufridos a través de Internet, que han pasado de 97 en 2019 a 326 en 2020, lo que supone un incremento del 236,1 %” (para más detalle, véase la pág. 99 de la Memoria).
Pero, como destacamos anteriormente, si la prevención para que los colectivos vulnerables no se conviertan en víctimas de conductas ilícitas ya es suficiente motivo para pasar a la acción, todavía nos podemos encontrar con supuestos con consecuencias más desfavorables, cuando, en una situación de necesidad, el particular puede aceptar, sin ser consciente del todo, integrarse activamente en una trama delictiva promovida por terceros.
Como destacan Domínguez y Enfedaque (“Digitalización financiera y nuevas formas de fraude: los peligros del dinero fácil”, EdufiAcademics, Ensayos y Notas, núm. 17/2020), algunas de las nuevas formas de fraude se basan en el ofrecimiento a jóvenes, a través de determinadas redes sociales, de supuestas oportunidades de obtener un dinero inmediato de una forma cómoda. Una respuesta positiva puede convertirlos en “agentes de transferencia” o “representantes locales” de alguna compañía extranjera. Se recibe un importe (3.000 euros, por ejemplo), se transfiere una parte sustancial (2.700 euros), y el remanente (300 euros) quedaría como ganancia para el intermediario, que, realmente, se estaría convirtiendo en una “mula de dinero” en una trama delictiva de blanqueo de capitales. Los llamados “pastores” o “vaqueros” (“herders”, en inglés) que reclutan “mulas de dinero”, creando vastas redes de cuentas vinculadas “on line”, traspasan el dinero de origen ilícito a través de múltiples bancos, a menudo radicados en diferentes países, antes de que los delincuentes retiren las ganancias e imposibiliten el seguimiento del rastro.
El beneficio de los ingenuos intermediarios puede ser transitorio, aunque, realmente, lo peor puede ser, como así ocurre a veces, lamentablemente, que se vean atrapados en la actividad de una red criminal y que, además, se conviertan en penalmente responsables por la cooperación prestada.
Por lo tanto, como se ve, son muchas las derivaciones de estas conductas ilícitas, lo que recomienda que los programas de educación financiera también atiendan a la prevención del fraude, sobre todo el tecnológico, particularmente cuando los potenciales afectados sean los jóvenes, los mayores y otros grupos de población más indefensos.
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